VALERIO TOBALDO
SUS ORÍGENES, SUS ANTEPASADOS.
CÓMO SU FAMILIA FORMÓ PARTE DE LA INMIGRACIÓN ITALIANA
PROCEDENTE DE VICENZA, REGIÓN DEL VENETO
ANÉCDOTAS
Ha llegado el momento de hacer un paréntesis en lo que
venía haciendo porque según reza una frase latina, no en sus palabras sino en
su sentido “triunfa quién tiene el don de ir intercalando lo útil con lo
dulce”. Hasta ahora me he referido a mis raíces y a mi vida personal, en los
estudios y en lo laboral, pero mientras tanto compartiré algunas anécdotas.
Contaré únicamente algunas seleccionadas, ya que si las quisiera poner a todas
llegaría, como decían los romanos a las “kalendas de Marzo”. Y lo haré con
nombres ficticios y respetando a las personas con quienes trabajaba…aunque en
esta volteada mis parientes van a caer con nombre y apellido. Les aseguro ni mi
abuela se va a salvar.
Una de mi abuela
Mi abuela paterna, Valentina, enviudó al poco tiempo de
llegar de Italia, se quedó sola y con siete hijos, teniendo el mayor tan sólo
quince años. Pasado un tiempo formó un nuevo matrimonio con un italiano bastante
adicto al vino, que cuando estaba bajo los efectos del alcohol iba a casa y
todo le molestaba, se creía un superhombre. Mi abuela era una de esas tanas de
bastante volumen, endurecida por la vida, que lo aguantaba hasta que el agua
llegaba al río, momento en que se le terminaban las representaciones y el pobre
hombre tenía que guardar su libreto para otra ocasión. Yo creo que pensaba que
disparar no es cobardía sino evitar un mal mayor.
En ese tiempo en las chacras se usaban los malacates,
una especie de bomba que funcionaba con un caballo que giraba en círculos, con
una rueda grande hacía funcionar la bomba que extraía el agua para la bebida de
los animales. Al caballo le tapaban los ojos para que no se mareara durante el
largo tiempo que efectuaba todos los días el mismo trabajo. De niño los conocí
en las chacras de mis tíos. Según nos contaba mi padre la rueda del malacate
del campito de ellos era bastante pesada, como las de mis tíos, ruedas de
hierro de cosechadora vieja.
Cierto día bajo los efluvios del alcohol el marido de
mi abuela se puso como siempre valiente y molesto con la tana, y como ella no
le hacía caso no tuvo mejor idea que intentar llevar a la práctica una nueva
escena que había elaborado en los momentos de lucidez. Para llamar la atención
y pensando para sí “este es el momento que van a conocer quién soy y hasta
donde puedo llegar cuando me lo propongo, ni a la muerte le temo” se encaminó
al malacate que estaba funcionando mientras le grita a la abuela con un dejo de
suficiencia “uccidome …uccidome” (me mato … me mato ) muy seguro de que mi
abuela correría para detenerlo por semejante locura. Ella con pasmosa
tranquilidad no se movió del lugar y le contestó “Ebbo e ebete, la testa metta
subito sotto la rota non la testa” (borracho y estúpido, poné la cabeza
enseguida bajo la rueda, no las piernas) Mi abuela Valentina no quería tener
además de un borracho, un inválido.
Aquellos coches usados
Existían en aquel tiempo las “mensajerías” que eran
autos largos, ignoro la marca, los cuales además de tener asientos delanteros y
traseros, tenían en el medio dos asientos individuales a fin de transportar más
personas ya que ese era el trabajo; además, efectuaban comisiones y llevaban la
correspondencia a los pueblos. Los trayectos siempre eran sobre caminos de
tierra y en épocas de lluvia vivían de encajadura en encajadura, hasta el
extremo en que los pasajeros se bajaban y empujaban. Si el auto no se podía
desencajar, el chofer tenía que caminar hasta una chacra vecina donde a veces
conseguía un tractor o chacareros que con los caballos de tiro le ayudaban a
sacarlo del barro. Cuando había llovido o la amenaza de lluvia era grande, no
viajaban.
Un tambero, Don Serapio Soria, que tenía una familia
grande compró un auto que había sido una mensajería, sin tener la menor idea de
manejar y cómo funcionaba un coche. En una ocasión cargó a su familia y se fue
al baile organizado en el pueblo de Santa María. Mientras sus hijos e hijas se
divertían, él con sus amigos aprovechó para darle a la bebida de lo lindo.
Todos terminaron entre San Juan y Mendoza, borrachos perdidos.
Era la una de la madrugada, el baile no terminaba hasta
las tres, y Don Serapio ya no daba más. No había más remedio que irse a dormir
al coche. El comisario en su recorrido de vigilancia pasó entre los coches
estacionados afuera del baile y escuchó el rosario de insultos. “¿Qué le pasa
Don Soria?”. Y el tambero muy enojado le gritó “Como para no calentarme. Qué me
pasa, qué me pasa, mire, no sé para qué están ustedes los milicos que no cuidan
nada. Me han robado el volante, la palanca de cambio, hasta las llaves que dejé
puestas. Fíjese, y ahora cómo hago para llevar mi familia a casa y hacer el
tambo”. El policía que se había dado cuenta del terrible pedo que tenía le
contestó: “Quédese tranquilo Don Soria, va a poder llevar a su familia y llegar
a la hora del tambo, lo que pasa es que usted se sentó en el asiento de atrás”
Otra de coches
Otro tambero, Estodulio Jiménez se había comprado un
coche usado, no sé de qué marca ni modelo pero muy bien pintado. Él se
vanagloriaba entre los demás tamberos de que su coche era un joyita comparado
con los de los demás. Entre los tamberos eran muy pocos los que sabía manejar.
No entendía del mecanismo y en muchas ocasiones si no podían poner el motor en
marcha lo intentaban hasta quedarse sin carga en la batería, el remedio era
atar los caballos al acoplado con el que llevaban la leche a la Fábrica. Ataban el
coche con un alambre a la parte de atrás del acoplado y lo paseaban por lo
lotes hasta que arrancaba. Un truco que les habían enseñado los que vendían los
coches a sabiendas de que esto iba a ser muy común. Los acoplados acababan
rotos y los animales lastimados, de esta manera la estancia lo prohibió.
Una tarde, Don Estodulio bastante ducho en el manejo
salió con su familia para el lado del pueblo. En un principio todo iba bien, no
se había llevado por delante la tranquera, cosa común en estos principiantes.
Pero a mitad del camino el coche empezó a fallar, hacía explosiones y se
paraba. Tanto darle al contacto para que arrancara se quedó sin batería. Pasó
un tambero que lo conocía y se ofreció para llevarlo a remolque hasta el
pueblo. Como no tenían con qué tirarlo, lo solucionaron muy rápido cortando un
pedazo de alambre de los alambrados del campo.
Al llegar al taller, Don Estodulio le explicó el
problema al mecánico de la mejor manera que pudo. El mecánico con sólo levantar
el capó se dio cuenta del injerto que había en ese motor. Pensando en voz alta
mientras lo revisaba para si mismo iba diciendo: “los platinos…la bobina....las
bujías…el distribuidor…” Don Estodulio se iba poniendo cada vez más nervioso
porque no entendía nada. Y ya cuando no aguantó más le preguntó “¿Qué carajo
tiene este coche que hace una semana que lo compré?” El mecánico con cara muy
seria le contestó: “Lo que no tiene este coche es GOYETE”. El tambero ya fuera
sí y rojo de rabia le gritó: “PONELE UN GOYETE NUEVO, QUE MIERDA VAMOS A ANDAR
JODIENDO”
Otra de mi abuela
Cuando yo comencé a trabajar con Magnasco una de mis
tareas era visitar los distintos consignatarios y acopiadores cuando había
hacienda o cereal para vender. Se les solicitaba que revisaran la mercadería y
que enviaran cotizaciones de acuerdo a los precios de los mercados. Esto se
hacía con los remanentes, las ventas grandes se hacía directamente en Buenos
Aires.
Ante la necesidad de vender 60 vacas de deshecho, me
presenté en las oficinas del consignatario de la Unión Ganadera de
Canals, cuyo gerente era el Sr Juan Gattari. Yo era nuevo, no me conocían. Cuando
me presenté ante el Sr Gattari quedó muy sorprendido por mi apellido y me
preguntó si yo tenía parientes en Chucul, Carnerillo u Olaeta . Al responderle
que tal vez me contó una anécdota de una señora de Chucul de apellido Tobaldo.
Resuelta que el padre de este hombre tenía en este
pueblo un almacén en el que acopiaban granos que le compraban a los chacareros
de la zona. Todos tenían cuenta abierta en el almacén, compraban al fiado y
luego pagaban con la entrega del cereal al término de la cosecha. A fin de
asegurar el pago se le hacía firmar al cliente una especie de prenda por la que
se comprometía a pagar con la entrega del cereal.
Parece ser que el esposo de la señora Tobaldo firmó tal
prenda, pero el empleado del almacén no sabía que la dueña del campo era ella.
Pocos días antes de terminar la cosecha el empleado se presentó en la chacra
para acordar la entrega del cereal. La señora Tobaldo lo sacó como chicharra de
un ala porque ella no había firmado nada e iría inmediatamente a hablar con el sinvergüenza
del Sr Gattari.
A la mañana siguiente, la tana muy enojada llegó en
sulky al almacén con su esposo y pidió hablar con el dueño. Ya en el
escritorio, ante Don Gattari padre, ella lo trató de sinvergüenza porque se
había aprovechado de un hombre borracho, y le exigió que le devolviera la
prenda. Los reclamos fueron subiendo de tono hasta convertirse en una discusión
muy acalorada. Entre gritos y amenazas se levantaron de la silla, momento en
que ella se le tiró encima y acabaron en el suelo. La mujer se quitó un zapato
y le dio donde podía. El Sr. Gattari empezó a gritar como loco y ante este
revuelo se presentaron el hijo y el empleado para separarlos. Ya calmada la
cosa, la señora Tobaldo se acercó a su marido y le sacudió el último zapatazo
en la cabeza.
Como era de esperar, Don Gattari padre optó por dar la
prenda por anulada y entregársela.
A esta altura del relato el consignatario me preguntó
si yo conocía a estos chacareros de Chucul: “¿Esa mujer era pariente suya?”.
“Sí, esa mujer era mi abuela Valentina”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario